Desprivatización del crédito social
El Banco Central en una constitución post-capitalista
Introducción
Una crisis múltiple aqueja al mundo moderno: injusticia social creciente, catástrofe ecológica inminente y disfuncionalidad de la democracia representativa. El fenómeno transversal a esta crisis sistémica es el capitalismo.
Se concibe frecuentemente al capitalismo como un fenómeno emergente, inherente a cualquier sociedad que provea ciertas garantías mínimas de no intromisión estatal en las decisiones individuales. Se identifica, así, capitalismo con democracia y libertad. Se ha argumentado, por lo tanto, que el capitalismo es definitivo, a no ser que ocurra una regresión autoritaria o un cambio improbable y generalizado en el comportamiento de los seres humanos a nivel individual. Sin embargo, de la mano del capitalismo viene el crecimiento económico exponencial: algo que nuestro planeta no sostendrá indefinidamente. Superamos nosotros al capitalismo, o la Tierra nos superará.
Asistimos hoy a una profundización global de la conciencia sobre este problema, y Chile se encuentra en una encrucijada desde la cual podría aportar elementos clave para contribuir a su solución desde el plano institucional. El objetivo de este artículo es estudiar el aparato estatal que da viabilidad al dinero moderno, realizando una precondición fundamental para el capitalismo: el banco central. Argumentaremos que una modificación en su funcionamiento no sólo es posible, sino que probablemente necesaria para avanzar hacia una sociedad post-capitalista.
¿Qué es el dinero? Crédito social versus metal
Se define frecuentemente el dinero en términos de ser un medio de cambio, una unidad de valor y una reserva de valor. Esta definición no arroja luz sobre su funcionamiento. Necesitamos adoptar otra perspectiva, y escogemos acercarnos a la historia y la antropología para evitar caer en abstracciones filosóficas que podrían llevarnos a discusiones ideológicas estériles. Nuestra referencia principal es la obra Debt: the first 5.000 years de David Graeber.
El relato habitual en los textos de economía elabora sobre la idea de una hipotética sociedad pre-dinero, basada en el trueque. Descartamos esta noción por ser factualmente incorrecta, de acuerdo a la evidencia histórica. Una abstracción más adecuada sería concebir la economía pre-dinero como basada en un crédito sin contabilidad precisa: una donde los individuos se autoregulan en su tomar de y dar a el colectivo, respondiendo a señales y convenciones sociales y a una noción interna de estar o no en deuda, de manera no muy distinta a como funcionamos hoy al interno de las familias o los grupos de amistades. El paso a llevar la contabilidad de la deuda es sencillo, y economías que lo ejemplifican han existido en la historia. Era común, por ejemplo, en la edad media europea e incluso en los albores del capitalismo, que los comerciantes emitieran notas de crédito que circulaban del mismo modo que los billetes actuales. El valor de tales notas reposaba sobre la confianza o “crédito” que la población otorgaba al comerciante. Si el ganadero, pongamos por caso, le vendía una vaca al carnicero, éste le pagaba con notas de crédito canjeables por carne. En una economía así, el dinero es simplemente una unidad de registro de la deuda originada en el crédito social.
Una propiedad característica del crédito social es su interdependencia con el tejido de relaciones interpersonales estables que constituye una comunidad. Depende de la confianza. Esto lo hace naturalmente adecuado para economías locales. Cuando no hay confianza, por ejemplo porque las redes de comercio traspasan fronteras identitarias, el oro y la plata proveen una alternativa viable dadas su estabilidad material y escasez relativa. Ejemplos de economías en las que el dinero ha sido sinónimo de monedas metálicas abundan también en la historia.
Tenemos, así, dos modos de concebir e implementar el dinero que se han alternado a lo largo del tiempo. El crédito dominó inicialmente hasta aproximadamente el 600AC, durante la era de los primeros imperios agrarios. Luego, de manera curiosamente sincrónica, se comenzó a acuñar moneda metálica tanto en China como en India y el Mediterráneo, iniciándose una era particularmente activa en los planos bélico e intelectual. En torno al 600DC se volvió gradualmente al crédito, dando paso a una edad media global, más pacífica e intelectualmente menos efervescente. La subyugación europea de América, con sus reservas enormes de oro y plata, coincidió con un regreso de China al metal, generándose así otro desplazamiento global del péndulo.
Hoy en día estamos transitando de vuelta hacia un sistema basado en el crédito, que aún no parece haber terminado de tomar forma. En efecto, Nixon en 1971 terminó con la convertibilidad del dólar en oro establecida en los acuerdos de Bretton-Woods. ¿Exactamente qué tipo de dinero tenemos ahora, entonces? Se trata de una especie de crédito imperial o inter-social: el dólar es emitido por la Fed; los intercambios comerciales lo llevan eventualmente a un país con superávit comercial con EEUU, digamos China; y entonces vuelve a su origen a cambio de bonos del tesoro estadounidense. Estos bonos simplemente “mueren” en las reservas internacionales chinas, generando una deuda externa estadounidense potencialmente ilimitada. Pero esa transferencia de riqueza hacia EEUU no es sostenible: el sistema está en transición hacia otra cosa.
La alianza Estado-Capital contra el crédito social
Hay un aspecto importante del dinero en su versión metálica que no hemos mencionado aún: las monedas tienen un sello oficial, sin el cual pierden valor (pues, por norma general, el metal que constituye una moneda vale menos que la misma). La importancia del sello es que permite al estado adquirir control sobre la actividad económica de la población. Los ejércitos, por ejemplo, se financiaban así: el gobierno entegaba piezas metálicas marcadas a los soldados, y luego sólo aceptaba dichas piezas como pago de impuestos; naturalmente, esto forzaba a la población a participar en la satisfacción de las necesidades de la tropa. El cobro de impuestos en moneda emitida por el gobierno no tiene otra razón estructural de ser. Hoy en día, la situación es distinta: la emisión de moneda no está en manos de los gobiernos, que deben por lo tanto endeudarse o cobrar impuestos para financiar sus actividades.
En una economía con crédito social directo (vale decir, concretado mediante notas de crédito directamente emitidas por el comercio común) se conjugan dos factores interesantes: pierde importancia la posibilidad de contraer deuda privada, quitándole terreno al capital; y el estado tiene pocas herramientas para ejercer control sobre la actividad económica de la población. Así, complejizando la supuesta dicotomía entre estado y mercado que domina la discusión ideológica occidental, el crédito social directo pone a Estado y Capital en la misma vereda: deseando abolirlo. El resultado histórico es nuestro sistema monetario, basado en una divisa única emitida por el banco central. Este ente, independiente del gobierno, es controlado por miembros no elegidos democráticamente que suelen estar en relación íntima con las instituciones financieras. Naturalmente, la moneda emitida por el banco central es puesta en circulación a través de tales instituciones (veremos prontamente cómo). En otras palabras, el sistema consiste en que el Estado concede al Capital un control monopólico sobre la emisión de papel moneda, en desmedro del comercio común que contaba previamente con los mismos derechos de emisión. A partir de entonces, las clases privilegiadas han abogado por el “mercado libre,” lo cual es irónico puesto que aquel que funcionaba en base al crédito social directo era indudablemente más libre.
¿Cómo es que llegamos a ese acuerdo entre Estado y Capital, plasmado en la institución del banco central independiente? En 1690, Inglaterra perdió la batalla de Beachy Head contra Francia. El gobierno de Guillermo III quería reconstruir su flota, pero no contaba con fondos ni acceso a crédito suficientes. Tuvo que hacer concesiones. A cambio del préstamo deseado, de £1.200.000 (a 8% anual), los creditores obtuvieron un monopolio sobre la emisión de papel moneda. Así nació el Banco de Inglaterra, primer banco central funcional de la historia. El sistema fue gradualmente adoptado en otros lugares, hasta volverse universalmente aceptado. Interesantemente, EEUU fue por casi tres siglos reticente a implementar su propio banco central, la Fed. La monetización de la deuda pública era vista con malos ojos, como una alianza perversa entre los poderes bélico y financiero.
Inevitabilidad del crédito social (privatizado)
Durante la fase temprana del capitalismo en la que nació el banco central, se impuso, desactivando la posibilidad del crédito social directo, la noción de que sólo el dinero respaldado por metal era tal. El problema de esto, como es fácil comprender, es que entra en conflicto con una práctica esencial de la economía capitalista: el cobro de intereses.
La práctica de restituir un préstamo con intereses aparentemente nació con los préstamos de granos, que tras una cosecha exitosa se ven multiplicados. Pero el oro, en contraste con las semillas, no tiene un ciclo reproductor. Si equiparamos dinero con oro y estructuramos la economía de manera que la riqueza deba crecer exponencialmente para cubrir el pago de intereses, tendremos entonces un problema inevitable: la base monetaria, que necesita crecer junto con la riqueza para posibilitar el comercio, topa con el suministro limitado de metal (necesario para acuñar las monedas o respaldar los billetes emitidos). La “oferta” de oro se puede incrementar explotando reservas, robando de otros como se hacía a través de la institución de la piratería, o expoliando pueblos e incluso continentes enteros violentamente sometidos; pero a la larga no se podrá sostener un crecimiento exponencial de la demanda. La respuesta de los gobiernos frecuentemente fue bajar la ley del metal de las monedas, lo cual evidentemente es un robo cuando se equipara dinero con metal. La única salida es pasar al dinero fiduciario (respaldado únicamente por el hecho de ser emitido y aceptado por un estado), cosa que a nivel material ocurrió con el fin de los acuerdos de Bretton-Woods.
Ahora, cuando el dinero no tiene equivalencia en oro, entonces es crédito social (o inter-social, como es el caso del dólar hoy en día, pero dejemos esa complejidad de lado). Más precisamente: si la emisión de moneda no ocurre a cambio de un depósito en metal, entonces inevitablemente se trata de un crédito otorgado por la sociedad en su conjunto. En efecto, lo que respalda al valor de una moneda fiduciaria es la riqueza emergente de la interacción de la totalidad de los actores económicos que la usan. La emisión de dinero, cuando no va de la mano de un aumento en esta riqueza emergente, implica tendencialmente un empobrecimiento de los individuos provocado por la inflación, vale decir la pérdida de valor del dinero con el que comercian. El riesgo derivado del crédito generado al emitir moneda lo corre la sociedad en su conjunto; ergo, es un crédito social.
Crecimiento económico e inflación
Para diseñar una gestión alternativa del crédito social necesitamos examinar el proceso de crecimiento económico. Cuando la interacción entre los actores económicos evoluciona en la dirección de un incremento de la riqueza emergente, se hace necesario un aumento físico del dinero con el que se comercia. La necesidad de dicho aumento se expresa como falta de liquidez: existe una capacidad productiva potencial que no llega a expresarse por falta de dinero circulante. La respuesta es emisión de crédito: la sociedad, llevada a confiar en su capacidad productiva, aumenta el crédito que se concede a sí misma. Esto es lo que ocurre cuando el ganadero acepta notas de crédito del carnicero a cambio de sus vacas. Esto es también lo que ocurre en el sistema monetario moderno, de un modo que procederemos a explicitar. Para ello, necesitamos examinar el rol de los bancos.
Un banco es una institución que se dedica a prestar, con intereses, los depósitos que recibe. Este es un comportamiento dudoso y no exento de riesgos (si una fracción suficiente de los depósitos se retira simultáneamente, configurando una corrida bancaria, el banco no podrá cumplir con su obligación contractual). El estado, sin embargo, lo fomenta mediante la garantía a los depósitos (cuya historia sería interesante conocer, pero no en este artículo en que nos concentraremos en el banco central). En compensación, para controlar el riesgo de una corrida bancaria, la ley establece que cierto porcentaje de los depósitos recibidos por el banco no pueden ser utilizados, sino que deben permanecer en efectivo en sus bóvedas o en sus cuentas en el banco central. Este porcentaje, llamado (coeficiente de) encaje, puede variar y es atribución del banco central fijar su valor.
Ahora, un aumento de la capacidad productiva va de la mano con un aumento en la demanda del crédito necesario para financiarla. En primera instancia, esa demanda la suplen los bancos u otras instituciones financieras, en la medida en que sus reservas y el encaje lo permita. Se produce así una situación en la que nominalmente hay más dinero en la sociedad del que realmente existe en forma de billetes emitidos por el banco central. Eventualmente, el banco central tendrá que emitir más, lo que normalmente ocurre a través de ciertas operaciones de mercado abierto (OMAs). Las OMAs que nos conciernen acá (llamadas OMAs contractivas) consisten en la oferta de papeles de deuda que las instituciones financieras pueden comprar, obteniendo al vencimiento del plazo el precio de venta más un interés. Tal interés es dinero impreso por el banco central, que ha sido así puesto en circulación. Dicho simplemente, el banco central emite dinero pidiendo préstamos a las instituciones financieras que luego paga con interés. Notemos que el proceso inverso, de prestar dinero y luego cobrarlo con interés (OMAs expansivas), si bien inyecta dinero en el corto plazo, produce al vencimiento del préstamo un drenaje mayor. Esta tensión entre efectos de corto y mediano plazo explica la aparente contradicción entre la terminología “expansiva/contractiva” y el resultado final de la operación (que es el opuesto).
En resumen, el banco central otorga el crédito social, pero lo hace a través de las instituciones financieras. Implementa así un mecanismo de privatización del crédito social. Además de eso, para asegurar que el dinero emitido sirva de algo, debe también controlar la inflación (y el tipo de cambio, pero ignoraremos acá ese aspecto de su misión). Cuando los bancos otorgan créditos o el banco central emite papel moneda, el aumento del dinero circulante puede producir presión inflacionaria. Se considera normal, de hecho, que el crecimiento económico vaya acompañado de cierto nivel de inflación controlada (en torno al 3% anual). Si la inflación se dispara, sin embargo, la dificultad que eso implica para continuar con los procesos productivos habituales puede producir un daño grave a la economía. Este es el argumento principal para defender la independencia de los bancos centrales. De hecho, antes del Banco de Inglaterra otros intentos de banco central habían fracasado por la pérdida de confianza pública en el valor de la moneda que emitían, y abundan ejemplos posteriores de hiper-inflación en casos donde los gobiernos pueden emitir moneda libremente.
Políticas monetarias convencionales y no convencionales
Entramos finalmente a describir las herramientas y estrategias que el banco central usa para controlar la inflación. Dos de las herramientas convencionales ya las hemos mencionado: el encaje y las OMAs. La tercera son las llamadas facilidades permanentes de crédito y depósito a un día de plazo, mediante las cuales las instituciones financieras pueden ajustar su liquidez. La estrategia fundamental para controlar la inflación es el control de las tasas de interés. La emisión se produce como consecuencia del control de la inflación, lo cual es paradojal y nos permite entrever la disfuncionalidad del sistema. Pero vamos por partes.
Cuando existe presión inflacionaria, es necesario ralentar/revertir el aumento de circulante que la produce. Dos factores que pueden servir son: incentivar el ahorro, y desincentivar los préstamos. Ambos se logran si las tasas de interés suben, y el banco central cuenta con herramientas para influir en ellas. La primera sería aumentar las tasas de las facilidades permanentes. Cuando esto no basta, se puede intervenir el mercado emitiendo deuda a la tasa deseada (una OMA); esta política más agresiva tiene, además, la ventaja de que el dinero que usen las instituciones financieras para comprar la deuda saldrá de circulación. El banco central básicamente está diciendo a las instituciones financieras: “OK, si ustedes siguen prestando plata le harán daño a la economía; lo que haré es tomar yo esos préstamos, a una tasa ventajosa para ustedes”. El problema (fuera del hecho de que los intereses se pagarán con crédito social) es que al vencimiento del plazo el banco central tendrá que poner aún más dinero en circulación. Si en el intertanto la economía no ha crecido lo suficiente como para absorber ese dinero, se caerá en un ciclo perverso de subvención a las instituciones financieras. Notemos los múltiples efectos nocivos de esta política: el dinero que drena el banco central no se usa para ningún fin productivo, pero los intereses suben y la intervención se paga con crédito social, produciendo el efecto de un impuesto fuertemente regresivo.
Otra manera mucho menos nociva de controlar un escenario de presión inflacionaria es aumentar el coeficiente de encaje. El Banco Central Europeo considera el encaje y las facilidades permanentes políticas adecuadas para el manejo de la inflación en escenarios normales, mientras que las OMAs se utilizarían sólo cuando algo está andando mal. En Chile, en cambio, las OMAs son habituales—y en efecto algo anda mal allí.
El problema en Europa es, en cierto sentido, la otra cara de la moneda. El Banco Central Europeo no puede seguir bajando la tasa de interés para estimular la economía (desincentivando el ahorro e incentivando los préstamos), pues esta se encuentra ya en cero. Esto los lleva a buscar políticas no convencionales, entre las que mencionaremos la flexibilización cuantitativa o quantitative easing (QE), que consiste en comprar cosas para emitir dinero, como por ejemplo bonos de deuda soberana (vale decir, emitida por el gobierno). Si no fuera porque el banco central compra esos bonos en el mercado (y no directamente al gobierno), básicamente lo que estaría haciendo sería pasarle plata al estado; pero eso está ideológicamente prohibido para un banco central—sería considerado un atentado a su “independencia” (elaboraremos el punto más adelante). Otra versión más indignante del QE consiste en comprar deuda tóxica de compañias prácticamente quebradas, como fue el caso de la Fed con Fannie Mae y Freddie Mac tras la crisis hipotecaria de 2008. Para evitar la inflación que podría haberse producido, la Fed solicitó al Tesoro vender deuda soberana, sacando así de circulación el dinero creado para comprar la deuda tóxica. El efecto neto, como de costumbre, fue una transferencia masiva de riqueza hacia quienes menos la necesitaban y la merecían.
Dependencias e independencias del banco central
Hemos visto que la independencia del banco central es importante para evitar que el gobierno se financie imprimiendo billetes sin control, provocando así una inflación que podría destruir la economía. Sin embargo, del mismo modo en que ocurre con conceptos tales como “democracia” o “libertad”, se parte diciendo una cosa para significar realmente otra, y se instala así un eje falso en torno al cual frecuentemente se pone a jugar al tira y afloja el espectro político entero, anulando las posibilidades de un cambio verdadero. El banco central es y debe ser independiente del gobierno, pero nació dependiente de las instituciones financieras y aún no hemos cortado ese cordón umbilical. Procedamos a iluminar este punto.
La independencia del banco central, más que significar independencia del poder ejecutivo como en el caso de los poderes legislativo y judicial, significa en jerga económica que el banco central no puede regalar dinero a nadie, y menos que nadie al gobierno — como es natural dado su origen, pues si lo hiciera le estaría quitando espacio de negocios a las instituciones financieras. Esa relación íntima con tales instituciones atenta, así como lo haría una relación intima con el gobierno, contra sus posibilidades de llevar a cabo su misión de la mejor manera. El problema de fondo es que es imposible emitir dinero fiduciario (no respaldado por oro) sin hacer regalos de uno u otro tipo a alguien. Al eliminar formalmente la posibilidad de emitir directamente en la cuenta de una organización pública o privada adecuadamente elegida (como en el caso del ganadero que, a nombre de la comunidad, “autoriza” la “auto-emisión” necesaria en la cuenta del carnicero para que éste compre sus vacas), se pone al banco central en una camisa de fuerza con la que sólo puede emitir pidiendo préstamos o comprando deuda impagable. En el primer caso, la emisión va de la mano con una subvención regresiva a las instituciones financieras (lo que hemos llamado privatización del crédito social). En el segundo, se premia la especulación financiera con activos tóxicos. Ambos son regalos, discretamente envueltos en un manto superficial de complejidad técnica, dirigidos a quien menos los necesita y cuya concesión tiene un efecto nocivo para la sociedad. En definitiva, los préstamos con interés no son suficientes como instrumento para lograr que la economía crezca armoniosamente, sin inflación, sin concentración descontrolada de la riqueza y sin poner la humanidad al servicio del pago de deudas que crecen exponencialmente.
En conclusión, así como es necesario que el banco central sea independiente del gobierno para que pueda controlar la inflación sin presiones políticas, es necesario también que sea independiente de las instituciones financieras para que pueda emitir dinero y estimular la economía sin subvenciones regresivas ni incentivos a la especulación financiera. La noción de que ser independiente del gobierno es equivalente a no emitir fondos públicos es falaz, y se relaciona con la instalación del falso eje ideológico en que la independencia del gobierno equivale a la dependencia de las instituciones financieras. Por supuesto, existen alternativas ortogonales, evidentes con sólo tomar la palabra “independencia” en su sentido literal: libertad. Si el banco central no es libre de emitir fondos públicos, no es porque sea independiente del gobierno, sino porque es dependiente de las instituciones financieras. La independencia del gobierno debe significar simplemente que no es el gobierno quien determina cuándo y cuántos fondos públicos emite el banco central. La independencia de las instituciones financieras debe significar algo análogo: que tampoco son las instituciones financieras quienes lo determinan. Al liberar al banco central de las instituciones financieras, se abre la sana posibilidad de controlar la deflación y estimular la economía emitiendo fondos públicos. Lo que, por otra parte, es devolver las cosas a su lugar natural, pues el crédito social no debiera nunca ser otra cosa que un fondo público.
Políticas monetarias post-capitalistas y su marco legal
Hemos descrito cómo la emisión de dinero se hace actualmente mediante subvención a las instituciones financieras (como consecuencia paradojal del control de la inflación en países en crecimiento económico) o bien compra de deuda impagable (como último recurso cuando la tasa de interés ya está en cero en países cuya economía crece poco o nada). Hemos explicado cómo esto se debe a una normativa justificada por una interpretación políticamente interesada del concepto de independencia del banco central, según la cual este no debe poder emitir fondos públicos. Hemos profundizado también en las raíces históricas de tal interpretación y sus consecuencias prácticas, mostrando su conexión íntima con el capitalismo. Y hemos formulado, por último, un marco conceptual sobre el dinero basado en evidencia histórica y antropológica que nos permite ver cómo, desde el fin de Bretton-Woods, este estado de las cosas no sólo es prácticamente insostenible ante la crisis sistémica que enfrentamos, sino que además es inaceptable por principio pues implica la apropiación privada de un crédito de naturaleza social. Nos queda por bosquejar herramientas de política monetaria alternativas, viables para el control del crecimiento y la inflación.
En lo que al acompañamiento o incentivo al crecimiento económico y el control de la deflación se refiere, no necesitamos más instrumento que la posibilidad de emitir fondos públicos. El único posible problema reside en el control de la inflación. Los instrumentos considerados más convencionales son perfectamente aceptables: el encaje y las facilidades permanentes. El problema reside en las OMAs, particularmente la emisión de deuda del banco central. Este instrumento permite drenar de manera inmediata, proveyendo medios potentes para controlar la inflación a corto plazo, pero haciéndolo al costo en el mediano plazo de emitir dinero a través de instituciones financieras, potencialmente entrando así en un ciclo de retroalimentación positiva de subvención a las mismas. Necesitamos ofrecer modos alternativos de drenar en forma inmediata.
Seguramente habrán varias posibilidades. Acá nos limitaremos a plantear una, que parece particularmente promisoria. En un contexto de inflación el dinero está perdiendo valor; esto genera un incentivo para usarlo rápidamente — provocándose así aún más inflación. Es necesario ofrecer un incentivo para ahorrar (y nos encontramos bajo el supuesto de que las facilidades permanentes no bastarán para subir suficientemente la tasa de interés). La emisión de deuda es en sí una buena idea; el problema potencial reside en la tasa ofrecida, que puede generar una posición larga en reservas bancarias, vale decir una situación en la que al vencimiento del período se debe emitir más deuda para compensar la inyección de dinero correspondiente al pago de intereses. La solución que sugerimos es ofrecer títulos de deuda a una tasa de interés real (vale decir corregida por inflación) menor o igual a cero, que en un contexto de inflación corresponderá a una tasa nominal positiva. Esto es incentivo suficiente para comprar tales títulos cuando las expectativas de inflación son altas, produciéndose el drenaje deseado. Podría ser interesante que tal instrumento bancario estuviera al alcance de la población en general, lo cual podría implementarse a través del Banco Estado (tras lo cual posiblemente otros bancos comenzarían a ofrecer productos similares). Pero no nos desviemos.
¿Cuál es el marco constitucional adecuado para generar este cambio? La constitución actual establece en su Artículo 109:
El Banco Central sólo podrá efectuar operaciones con instituciones financieras, sean públicas o privadas. De manera alguna podrá otorgar a ellas su garantía, ni adquirir documentos emitidos por el Estado, sus organismos o empresas.
Ningún gasto público o préstamo podrá financiarse con créditos directos o indirectos del Banco Central.
Esta es la interpretación políticamente interesada de la “independencia” a la que hemos aludido: una sumisión completa a las instituciones financieras. Es tan extrema que incluso excluye el QE que aplica el Banco Central Europeo. Bastaría con eliminar tales párrafos, o reemplazarlos por:
El Banco Central podrá emitir dinero en forma de fondos públicos, de manera autónoma e independiente. En modo alguno el Gobierno o el Congreso podrán incidir directa o indirectamente en el uso de dicha atribución. La administración de los fondos públicos emitidos por el Banco Central será atribución del Gobierno, de acuerdo a una ley orgánica constitucional.
En cuanto a las OMAs contractivas que deseamos reglamentar, bastaría con indicar:
En caso alguno el Banco Central podrá ofrecer o pagar una tasa de interés real positiva.
Estas dos modificaciones bastarían para desprivatizar el crédito social sin comprometer las facultades de control de la inflación que actualmente posee el Banco Central.