La rebelión de las máquinas
Yo creo que los hombres somos inferiores a las mujeres.¹ Creo que biológicamente evolucionamos para estar al servicio de ellas que, a su vez, están hechas para guiar la tribu. Nosotros somos como máquinas, optimizadas para perseguir objetivos unívocos; vacías y por lo tanto dispuestas a lo que sea, insensibles a todo aquello no directamente relacionado con el indicador clave de progreso que hemos escogido para medir nuestro avance hacia el obetivo unívoco del momento: una eyaculación, un teorema, un gol, un negocio ventajoso, un disparo al blanco, lo que sea. Y nos enorgullecemos de ello: cuando alguno de nosotros es particularmente bueno para algo, decimos ¡es una máquina!
Nosotros tenemos una capacidad menor que las mujeres de conectar con la vida, tanto la nuestra como la ajena. Somos kamikaze, soldados monouso al servicio de algo superior, que no podemos ni necesitamos comprender. Pero, ¿quién define y entiende qué es ese algo a cuyo servicio estamos?
La tragedia humana es que nosotros, los hombres, hemos desarrollado naturalmente la fuerza física necesaria para llegar a ser buenos soldados. Y nos hemos sublevado. Vivimos hoy en día en una distopía análoga a la que imaginamos para el futuro en películas como Matrix o Terminator: la rebelión de las máquinas. Hemos subyugado a las mujeres, que encarnan y apenas preservan aquello que es hermoso y profundo en nuestra humanidad. Hemos impuesto nuestra simplicidad conceptual, binaria (como cuadra a quien funciona en base a objetivos unívocos). Hemos transformado el planeta en un triste reflejo de nuestro mundo interior: una gran máquina al servicio de un fin medible (el crecimiento exponencial de nuestros indicadores macroeconómicos), donde no hay espacio para la vida más que en forma de eficientes monocultivos de plantas, peces y animales, incluidos nosotros mismos que no tenemos un horizonte más amplio que un trabajo precario al servicio del capital especulativo.
Había una vez un pueblo simple.² Fue hace mucho tiempo, así que no sabemos mucho de él. Era un pueblo que valoraba la fuerza física y, naturalmente, los hombres mandaban en él. Era un pueblo que valoraba también la fuerza mental, y había concebido una separación entre la carne débil y el espíritu fuerte. Era un pueblo de pastores: fueron ellos los que domesticaron a los caballos, tras lo cual devinieron hordas barbáricas. Se fueron expandiendo. No formaron un imperio; simplemente esparcieron su simiente y su matriz vital: la veneración del poder físico y mental y la superioridad del “espíritu fuerte” sobre la “carne débil.” Superficialmente, no parecen haber dejado un legado universal más allá de los caballos.³ Sin embargo, mucho antes y más allá de los antiguos griegos, fueron ellos los que plantaron la semilla que originaría el mundo en el que hoy vivimos, dominado por nuestros valores occidentales “superiores.” Fueron ellos los que comenzaron la rebelión de las máquinas.
Tendrían que ser las mujeres, principalmente, las que definen y entienden qué es ese algo superior a cuyo servicio estamos. Lamentablemente, somos nosotros mismos, los hombres.
¹ Por supuesto que en realidad no somos inferiores. Ese es vocabulario masculino. Somos parte de un sistema, pero si el rol para el que habíamos evolucionado fuese descrito en términos masculinos, se diría que es inferior o, al menos, subalterno.
² Proto-indoeuropeos, The Patterning Instinct, §6 (p. 268).
³ Ni siquiera inventaron el patriarcado; eso vino después, paradojalmente como reacción a una de las múltiples consecuencias históricas que tuvo el paso de este pueblo simple por el mundo: la necesidad de proteger a las mujeres de la familia de la brutalidad de sociedades esclavistas crecientemente machistas.